Ricardo Mella

La ley del número

(1899)

 



Nota

Aquí hay algunos pasajes de un famoso escrito de Ricardo Mella. El texto es una de las críticas más razonadas y duras al mito de la llamada democracia de la mayoría, lo que Mella llama "la ley del número".

Fuente: Ricardo Mella, La ley del número, Imprenta Cerdeira y Fariña, 1899, Vigo.

 


 

Superstición y superchería del sufragio

A la gran superstición política del derecho divino de los reyes, dice Spencer, ha sucedido la gran superstición política del derecho divino de los parlamentos. “El óleo santo - añade - parece haber pasado inadvertidamente de la cabeza de uno a las cabezas de muchos, consagrándolos a ellos y a sus derechos.”

El origen de los parlamentos, ya se trate de países monárquicos, ya de republicanos, es la voluntad de la mayoría, por lo menos teóricamente.

De aquí resulta una serie de consecuencias rigurosamente exactas.
La mayoría de los habitantes de un país tiene el derecho de reglamentar la vida política, religiosa, económica, artística y científica de la masa social. Tiene el derecho enciclopédico de decidir sobre todas las materias y disponer de todo a su leal saber y entender. Tiene el derecho de afirmar y negar cuanto le plazca a cada instante, destruyendo al día siguiente la obra del día anterior. En política, dicta leyes y reglas a las cuales no es permitido escapar. En economía, determina el modo y forma de los cambios, reglamenta la producción y el consumo y permite o no vivir barato, según su voluntad del momento. En religión, pasa sobre las conciencias e impone el dogma a todo el mundo bajo penas severas y mediante contribuciones onerosas. En artes y ciencias, ejerce el monopolio de la enseñanza y el privilegio de la verdad oficial.
Ella decide y fija las reglas higiénicas y la conducta moral que deben seguirse, cuáles funciones sociales corresponden al grupo y cuáles al individuo, en qué condiciones se ha de trabajar, adquirir riquezas, enajenar bienes, cambiar las cosas y relacionarse con las personas. Finalmente, y como digno remate, premia y castiga, y es acusador, abogado y juez, dios todopoderoso que se halla en todas partes, todo lo dispone y sobre todo vigila, atento y celoso.

Estas deducciones nada tienen de exageradas una vez admitido que la ley del número es la suprema ley. Mas, como las mayorías no pueden realizar por sí tantas cosas, como no les es dable ocuparse a diario en tan múltiples cuestiones, surge necesariamente el complemento de la ley, la delegación parlamentaria. Y, al efecto, por medio de las mayorías, se elige también delegados o representantes que, constituidas en corporación, asumen todos los poderes de sus representados, o más bien los del país entero, y así es cómo se genera el poder omnipotente, el derecho divino de los parlamentos.

Y he aquí que, en el seno de esas cámaras o asambleas de los escogidos, se aplica de nuevo la ley radical del número y por mayoría se decretan las leyes a fin de gobernar sabiamente los intereses públicos y privados, que a tanto alcanza la omnisciencia de los legisladores. De este modo, un
puñado de ciudadanos medianamente cultos, vulgarotes las más de las veces, alcanza la gracia de la suprema sabiduría. Higiene, medicina, jurisprudencia, sociología, matemáticas, todo lo poseen, porque el espíritu santo de las mayorías se cierne constantemente sobre sus cabezas.

Tal es la teoría en toda su desnudez.

Se tiene por temerario discutirla, por locura negarla. La imbecilidad argumenta injuriando.
Pero la sabiduría expresa la verdad. “El pueblo soberano - dice el positivista - designa a sus representantes y crea el gobierno.

“El Gobierno, a su vez, crea derechos y los confiere separadamente a cada uno de los miembros del pueblo soberano, de donde emana. ¡He ahí una obra maravillosa de escamoteo político!”

Mas, el escamoteo no para en esto. Extiende sus dominios hasta lo más hondo de los sistemas políticos, porque, una vez afirmada la ley de las mayorías, se convierte, como veremos muy pronto, en una tremenda ficción que permite a unos cuantos encaramarse en la cucaña del poder, dictar e imponer a un pueblo entero su voluntad omnímoda.

El mal reside en la ley misma y no admite variantes compensadoras

Convencidos del radical antagonismo entre la libertad individual y la preponderancia avasalladora de la masa, negamos toda autoridad constituida, ya provenga de la fuerza, ya provenga del número. Para que el individuo y el grupo puedan coexistir sin destruirse, es necesario aniquilar cualquier forma de la imposición del uno sobre el otro. Para nosotros, que fundamos nuestros ideales en la libertad individual ilimitada, la AUTOARQUÍA es el método obligado de convivencia social. El bien de uno es tan respetable como el bien de todos, por lo que sólo a condición de identificar los intereses, la libertad será un hecho. He ahí por qué somos libertarlos y por qué somos socialistas: porque entendemos que la raíz de toda oposición entre individuos, así como entre colectividades, o entre unos y otras, se halla en la forma de apropiación individual, y deducimos que la armonía social ha de producirse mediante la posesión en común de la riqueza y de la libertad compleja de acción para los individuos y para los grupos.

Y, como este criterio de la libertad excluye toda idea de subordinación a las mayorías, vamos a demostrar que la ley del número es falsa en sí misma y que la sociedad puede arreglar todos sus asuntos sin apelar al procedimiento del sufragio.

Afírmase, por los mantenedores de esta pretendida ley, que las mayorías, o más bien las pretendidas mayorías, gozan de ilimitación en sus derechos, y la práctica prueba ciertamente su aserto.

Sin embargo, las leyes casi nunca se cumplen; la mayoría de los hombres las esquivan; los más enérgicos las repudian. ¿En qué consiste esto?
En la imposibilidad real de comprender en una, o en varias leyes, la inmensa variedad de los intereses, de las costumbres y de las condiciones.

Cada individuo, cada colectividad tiende a diferenciarse produciéndose de distinto modo; mientras que la ley trata de uniformarlos y obligarles a obrar y conducirse de una misma manera. Los intereses comunes no pueden ser reglamentados uniformemente, porque la comunidad no es nunca tan estrecha que no suponga fraccionamiento y serie, divergencia y oposición. Para que la identidad de los intereses se verifique, es necesario que, viniendo de abajo, se establezcan relaciones de solidaridad voluntaria y espontáneamente de individuo a individuo y de grupo a grupo, de forma que alcancen a comprender, en una resultante más o menos definida, todos los miembros sociales. Entonces, en esta organización seriada de las partes, cada una de éstas habrá conservado su sello especial y su personalidad, esto es toda su libertad. La rebelión, falta de verdaderos motivos determinantes, dejará de producirse, tanto más cuanto que aquella organización no sería por su naturaleza misma inmutable, sino el producto consciente de la voluntad de sus componentes en cada momento del tiempo y en cada lugar manifestada. Pero este procedimiento es precisamente opuesto a la regla de las mayorías, como que se genera en la personalidad libre y en ella tiene su asiento, y por tanto constituye la negación rotunda del derecho de legislar atribuido a aquéllas.

Pues sometamos al análisis la cosa negada, a trueque de evidenciar luego la justicia de la negación.
Reduzcámonos a los límites de un país cualquiera.
A todos los que vivimos en España, por ejemplo, nos interesa mantener relaciones comerciales con los demás países. ¿Qué haremos?
¿Decidiremos el pleito a favor del libre cambio? ¿Votaremos por la protección? El asunto es de la mayor trascendencia y debería augurar un acuerdo casi unánime. No obstante, las opiniones se dividirán grandemente: unos querrán comer y vestir barato sin pensar en la paralización del trabajo nacional; otros querrán fomentar este trabajo, importándoles un bledo la carestía del pan, de la carne, del vino, del vestido, etc. ¿Tendrán aquéllos derecho a imponernos la holganza forzosa y la miseria? ¿Lo tendrán éstos a obligarnos a trabajar como bestias y a concluir también por la holganza y el hambre cuando las consecuencias del sistema hayan llegado a su límite?

Según los partidarios de la ley del número, la verdadera solución la poseen unos cuantos millares de imbéciles que, por ser los más, gozan del supremo derecho de gobernarnos. La mayoría, en efecto, es la llamada a decir cómo se va más pronto a la miseria general; la mayoría acordará, con razón o sin ella, que el país perezca o por abundancia de productos importados, o por insuficiencia de los de propia fabricación; la mayoría tendrá el bárbaro derecho de condenarnos a muerte por hambre; la mayoría estará revestida de poder bastante para hacer lo que se le antoje sin miramientos ni cortapisas de ningún género.

Indudablemente. La ley de las mayorías no es la ley de la razón, no es siquiera la ley de las probabilidades de la razón. El progreso social se verifica precisamente al contrario, o sea por impulso de las minorías, o, con más propiedad todavía, merced al empuje del individuo en rebelión
abierta con la masa. Todos nuestros adelantos se han realizado por virtud de repetidas negaciones individuales frente a frente de las afirmaciones de la humanidad. Cierto que ésta, aceptando luego la hipótesis individual, ha coronado siempre la obra; pero el impulso no ha venido jamás de las
mayorías.

Contra la opinión de la multitud, se descubrió un nuevo mundo y la tierra continúa dando vueltas y más vueltas por el espacio infinito. Contra la opinión de las mayorías, la locomotora resbala sobre los carriles y la palabra vuela del uno al otro confín con rapidez vertiginosa. Pese al parecer
de nuestros mayores, se navega sin velas y sin remos y contra viento y marea. Y en fin, contra la opinión del gran número se surcará los aires y se navegará por las profundidades del océano, del mismo modo que, en tiempo no muy lejano, se levantará de las ruinas del mundo actual un mundo mejor, presentido por unos cuantos ilusos, entre cuyo número tenemos el honor de contarnos.

Y ¿no han caído contra la opinión de las mayorías los reyes absolutos? ¿No han sido destronados los reyes constitucionales? ¿No hemos suprimido la esclavitud? ¿No hicimos otro tanto con la servidumbre? ¿No lo haremos muy pronto con el proletariado, última forma de dependencia entre los hombres? ¿No se registran en la evolución religiosa los mismos aspectos y modalidades, hasta el punto de que hoy el mundo pertenece a la negación del dogma, al libre pensamiento y, al ateísmo, a pesar de los poderes religiosos todavía subsistentes?

Toda, absolutamente toda la historia, es una negación de la ley del número, de la bárbara, sí, de la bárbara ley del número. Cada paso que hemos dado ha sido en lucha abierta con los demás. En ciencias y en artes, lo mismo que en política y economía, lo mismo que en la vida práctica, todo se ha hecho contra la voluntad y las decisiones de las mayorías.

¿Continuaremos cantando las excelencias del número, de la suprema ciencia y de la suprema razón de los más? ¿Juzgaremos aún poco menos que temerario poner en duda los derechos limitados o ilimitados de la mayoría?

Ejemplos y errores de la ley de mayorías

El buen sentido dice que, en todo caso, si los miembros de una sociedad difieren en los fines, la sociedad debe disolverse. Cada cual quedará así libre de asociarse con sus colegas en propósitos y satisfacer sus aspiraciones.
Podría ocurrir asimismo que, estando los asociados conformes en los fines, no lo estuviesen en los medios. Podrían querer unos que la enseñanza se contrajese a individuos que reuniesen ciertas condiciones. Podrían querer otros que se la diese a todos sin diferencia alguna.
¿Sería razonable que dominase la restricción porque así lo quisiere la mayoría? Si así fuese, valdría tanto como levantar altares al privilegio y a sus mantenedores, poniendo por encima de la razón y del desinterés la ignorancia y el egoísmo. Y entonces, como siempre, la ley del número representaría el imperio de la fuerza y de la brutalidad.

A una diferencia tal de pareceres, ahora como antes, corresponde la disolución de la sociedad. Cada grupo, quedaría en libertad de obrar como mejor le pareciera, y la experiencia demostraría a todos cuál era el mejor camino para llegar al fin propuesto.

A los reparos que pudieran hacérsenos sobre la inestabilidad de las asociaciones, contestaremos por anticipado que, de la subordinación del pensamiento y de la conducta de unos socios a los de otros, nada duradero ni práctico puede esperarse y que, siendo la experiencia la gran piedra de toque de todas las contiendas, siempre será preferible la multiplicidad de las prácticas a la limitación de las ya habituales. Por otra parte, entendemos que toda agrupación debe concretar bien y con claridad los fines para que se constituye y los medios que ha de aplicar, cuidando siempre de mantener la independencia personal completa. Si esto se hace, nada o casi nada habrá que resolver luego; y aquellas cosas de poca monta, que son generalmente indiferentes a los socios porque su ejecución no vale la pena de dividir las opiniones, se las resolverá de común acuerdo y sin agitaciones estériles. Por lo general, en las sociedades reglamentadas y sometidas a la ley del número, no son las mayorías las que deciden estas pequeñas cuestiones, sino la voluntad de los más activos, sean pocos o muchos. En estas agrupaciones privadas, en que la ley no tiene la trascendencia de un principio general, de una ley propiamente dicha, ocurre, no obstante, lo mismo que en la sociedad política. Un pequeño núcleo de individuos lo arregla todo, de todo dispone y todo lo hace.

El que haya pertenecido o pertenezca a sociedades de recreo, de cooperación, de política, etc., habrá visto o verá producirse continuamente en su seno luchas violentas por verdaderas bagatelas. A pesar de la pretendida ley, no se vive un momento en paz bajo la tutela sapientísima de las mayorías. Por la cosa más trivial se encrespan, se irritan y tratan siempre de imponerse, con razón o sin ella; casi siempre sin razón. Esto demuestra precisamente su arbitrariedad, pues que provoca y no tolera la rebeldía, y puesto también que, a su pesar, las cosas sociales marchan en el más complejo desbarajuste cuando de lo que se trata es exactamente de lo contrario.

¿Y nada nos dice la ineficacia de la pretendida ley? ¿Nada sus negativos resultados? ¿Nada sus mil perturbaciones?

¿Cómo explicarse la persistencia de la generalidad en afirmar y sostener la ley del número, no obstante tantos hechos y tantas pruebas que la destruyen?

¿Cómo se explican todos los errores humanos? De un lado, por el interés de los favorecidos en educarnos en la preocupación. De otro, por la preocupación misma heredada y transmitida de unos a otros durante siglos.

Derecho social y libre personalidad

¿Comprende, lector, cómo se genera y desenvuelve la preocupación? ¿Sondeas ahora toda la extensión del mal? ¿Penetras hasta el fondo de este fetichismo por el número que labra todas nuestras desdichas? ¿Adviertes el lento trabajo de la gota de agua que cae en nuestro cerebro
desde que nacemos hasta que morimos y que perpetúa la superstición y la agranda hasta asfixiarnos?

Si no eres masa muerta para la razón, comprenderás también por qué se nos enseña como axiomático el principio de lucha entre los humanos, que arroja a los hombres los unos contra los otros como a fieras en el circo; comprenderás por qué se nos educa en la creencia de que el mundo no puede marchar adelante si no es entre escombros y cadáveres; comprenderás asimismo que, para justificar el predominio de unos pocos se falsifique la ciencia, se corrompa la instrucción y se desmoralicen las costumbres. Es preciso hacer creer a todo el mundo en la fatalidad del mal y en la necesidad continua de la guerra, sobre todo en tanto que los de abajo no la declaren a los de arriba.

Semejantes enseñanzas son el veneno de muchas inteligencias lanzadas a la desesperación y al pesimismo para anular su fuerza de oposición o ganar su indiferencia.

No es, por ley de naturaleza, fatal la lucha entre los hombres, ni lo es tampoco que todo adelanto se verifique mediante guerras de exterminio, porque, si el imperio de la fuerza, que es la expresión concreta de la pretendida supremacía de las mayorías, fuese anulado, todo progreso habría de realizarse pacíficamente, mediante la rápida o lenta aceptación de la mejora por la generalidad de los hombres. El dominio de la fuerza es transitorio, porque se deriva de la organización guerrera de la sociedad que proclama el derecho del más fuerte dando al artificio todo lo que arrebata a la Naturaleza. Si la sociedad se organizase para la paz y el trabajo; si se organizase para la cooperación, en lugar de organizarse para la lucha, ya que en el resto de la naturaleza el mutuo apoyo entre los seres tiene tanta o más importancia que el principio del combate por la vida, la fuerza, a falta de órgano que la expresase, se anularía, dejando ancho campo a la razón para elegir sus derroteros por la experiencia o el contraste de las diversas aplicaciones de la actividad humana.

Pero, lo que realmente se discute al tratar de la ley del número es un misticismo político que urge desterrar, es el misticismo político del derecho social, en cuyo nombre se han formado mil partidos y mil escuelas con la vana pretensión de regenerar el mundo desde las alturas del poder y por los mismos medios en principio rechazados. Lo que de hecho se discute es si la colectividad puede dictar reglas a sus componentes; porque si puede, no hay otro medio de que ejercite aquel derecho que la aplicación de la ley del número; y si, por el contrario, no tiene aquel poder, el imperio de la mayoría carece de fundamento.

¿Qué es la sociedad? Menos que un agregado o una suma, pues se dan en ella multitud de sumas, pero no una resultante total definida y concreta. Y una agrupación de individuos, un agregado si se quiere, ¿es algo distinto de éstos, que puede más y vale más que éstos?
¿Es la sociedad acaso un ente superior, con personalidad propia, diferenciada de sus componentes? En rigor, la sociedad es una abstracción de nuestra mente necesitada de expresar de algún modo un conjunto ideal más bien que real.

Así como del todo y de la nada no poseemos sino abstracciones que la observación cotidiana de lo limitado y concreto nos sugiere, así de la sociedad, como conjunto, no poseemos más que una simple idea derivada de una operación mental necesaria.
Si, pues, la sociedad carece de personalidad efectiva, ¿dónde existe la razón del pretendido derecho social? ¿Qué es en sí mismo este derecho?
Nada; una metafísica, una teología política. Es la superstición religiosa desarrollada y fomentada en el orden de la vida ordinaria.

Así como en nombre de la superstición religiosa han sido sacrificados miles de seres generosos que vivían para el porvenir y se ha condenado, excomulgado y proscrito la verdad continuamente, así en nombre de la superstición política del derecho social es sacrificada la personalidad humana, desconocido y atropellado el derecho individual, ahogada en sangre la verdad que formula atrevidamente el hombre de ciencia, o el que generosamente pretende poner término a las desdichas de sus semejantes, o el que, en fin, trata de hacer valer su propio derecho ante la fuerza brutal del número.

Al amparo del derecho social, por causa de salud pública, como dicen los revolucionarios místicos, se impone al individuo toda clase de torturas y vejámenes. Al amparo del derecho social, y siempre por causa de salud pública, se sacrifica cuanto estorba, se mutila diariamente este mismo cuerpo social elevado a la categoría de ser superior y todopoderoso. Si es preciso cortar la cabeza a veinte mil o cien mil seres humanos para que los demás obtengan tales o cuales ventajas, siempre ficticias, caerán bajo el hacha del verdugo cien mil o veinte mil cabezas humanas. Si es preciso cercenar derechos y libertades, será todo cercenado con tal de que la vindicta social quede satisfecha. Si es necesario llevar al matadero del campo de batalla dos o más pueblos, que ningún rencor tienen entre sí, al matadero serán llevados, sin que por esto se estremezca la conciencia de los sabios legisladores que, en nombre del derecho social, cuidan y velan por la salud de la humanidad. El derecho social es la encarnación política de la idea de Dios. Cuanto en nombre de esta última idea se ha impuesto a la humanidad, haciéndole recorrer un calvario de sufrimientos terribles, se nos impone hoy en nombre de la primera por los revolucionarios sui generis de la política, obligándonos a caminar bajo la acción de continuos suplicios morales y materiales.

Frente al pretendido derecho social, urge levantar muy alta la bandera de la individualidad libre. Frente al despotismo del grupo, es menester reivindicar la independencia y el respeto de la personalidad humana.

Mi derecho, mi libertad, mi salud, mi bienestar, valen tanto como el derecho, el bienestar, la libertad y la salud de los demás. No tolero ni consiento la imposición ni de uno ni de ciento. La fuerza numérica es para mi nula. Cada uno es libre de obrar como le plazca. Si los hombres necesitamos prestarnos auxilio, y si lo necesitamos, libremente debemos buscarlo, asociándonos, cooperando a los fines comunes. Pero esto lo haremos, y queremos hacerlo, por nosotros mismos, por volición propia, no por imposición de nadie.

El derecho social, juntamente con la ley de las mayorías, representa la eterna tutela de los pueblos, el sacrificio del individuo, la anulación del pensamiento y la muerte de los más caros afectos. Contra esta nefasta doctrina, el socialismo revolucionario proclama la completa independencia
personal y la libertad de acción para todos los humanos, en un mundo de, igualdad, de solidaridad y de justicia.

Contra la ley y el sufragio, la razón y el libre acuerdo

Demostrada la falsedad de la práctica y de la teoría de la ley del número, imposible reconocer de qué lado está la razón entre los diversos grupos sociales que se disputan la dirección de la cosa pública, y afirmando también, frente al pretendido derecho de las mayorías, el derecho individual, correspóndenos ahora desenvolver el principio correlativo a nuestras negaciones y contrastarlo en la práctica.

Frente al derecho social, expresión del despotismo de las camarillas, frente al principio autoritario y gubernamental, en que descansa la legislación, afirmamos el principio del contrato libre como medio e instrumento de relación entre los hombres.

De la libertad de acción se deduce inmediatamente la idea del contrato. Cada individuo, dueño de sí mismo, debe entrar y entrará seguramente, a impulso de las necesidades sentidas, en relaciones de reciprocidad con sus afines en profesión, en gustos y en tendencias. Hoy mismo son las necesidades las que ponen en contacto a unos individuos con otros, los que impulsan a los grupos a entenderse para sus fines comunes. El gobierno, con todo su complicado mecanismo, sólo alcanza a perturbar la armonía de las relaciones sociales. En el orden del trabajo, de la producción y el consumo, el contrato es el principio fundamental de todo organismo; la mutua conformidad de las partes, la única garantía de existencia regular; la libertad, el solo medio de salvar todas las diferencias.

Asimismo, en el orden de las relaciones morales, las costumbres son las que regulan la evolución de, la vida humana.
Eliminado todo obstáculo, toda coacción gubernativa o legislativa al desenvolvimiento individual y colectivo, la evolución de las costumbres, la evolución de los métodos de convivencia social, lo mismo que la de las personas y las cosas, el progreso, en fin, en toda su generalidad, podrá
verificarse libremente.

Pretendemos que aquello que se desata con violencia y con violencia se rompe, se desate y se rompa pacíficamente. Toda cohesión o disgregación inevitable como producto de imperiosas necesidades, debe producirse, antes que por la lucha y la fuerza, por la espontánea y terminante manifestación libérrima de los elementos que tales necesidades sientan. Proclamamos la teoría de la libertad en toda su pureza.

Queremos que los individuos y los grupos, en igualdad de condiciones colocados, puedan libremente entenderse, buscarse, unirse o separarse.

Querernos la asociación de los hombres como resultado de la iniciativa y de la espontaneidad individuales, no como imposición de un órgano cualquiera, político, económico o religioso. La federación de libres productores será el resultado inevitable de la autonomía personal. Esta organización, ajena a toda uniformidad legislativa, revestirá necesariamente los caracteres de la más completa variedad de formas, medios y fines. De acuerdo con la heterogeneidad de la vida y con el desenvolvimiento amplísimo de la industria y de la ciencia, la multiplicidad de agrupaciones, de propósitos, de métodos, corresponderá armónicamente a la inmensa variedad de las necesidades.

Podrán los grupos mortificarse y corregirse libremente cuantas veces lo quieran sus componentes. Podrán disolverse, formarse de nuevo, fraccionarse o congregarse, cuantas veces sean necesarias. Si una agrupación no estuviera de acuerdo con otras agrupaciones, libre sería de seguir su camino sin que nadie pudiera impedírselo. Si un individuo disintiese de sus coasociados, podría libremente asociarse a otros con quienes estuviese de acuerdo. Sólo a esta condición la vida social puede desenvolverse armónica y pacíficamente; sólo a este precio el orden se producirá como resultado inmediato y necesario de la más completa libertad personal.

Podrá argüirsenos que pretendemos la vuelta al estado primitivo, al estado salvaje. A esto contestaremos que nuestra flamante civilización tiene mucho que envidiar a este estado primitivo de que se habla con desprecio y ligereza nada justificados.

Aparte el hecho de que la organización que defendemos corresponde bien a la heterogeneidad indefinida de la vida actual; aparte asimismo la evidencia de que nuestros adelantos no permiten la vuelta al salvajismo, porque cualquiera que sea el régimen social en que vivamos subsistirán siempre las conquistas del progreso y de las ciencias, poseemos buen número de datos para afirmar que se encuentra latente en las sociedades primitivas el verdadero principio de la vida social, oscurecido o anulado en las nuestras por la guerra permanente en que nos debatimos.

Ni aun se producirá el convencimiento como el ejemplo de lo que hoy mismo ocurre. Infinidad de asuntos se regulan por las costumbres más bien que por las leyes, y muchas veces contra las leyes mismas. El comercio hace crédito sin necesidad de ley alguna, y gran parte de su desenvolvimiento se verifica fuera de lo legislado. Las más complicadas relaciones mercantiles se establecen mediante convenios y obedeciendo a costumbres de larga fecha. Los códigos han llegado algo tarde y son una verdadera perturbación. Ni aun sirven para castigar la mala fe, puesto que las quiebras fraudulentas salvan todos los diques.

En las relaciones públicas y privadas, en los asuntos de industria y trabajo, en toda la vida social, las costumbres están por encima de las leyes.
Muchas de éstas son letra muerta para las gentes. Las leyes son realmente una intrusión en la vida de los pueblos; son las mañas de una trampa que sólo conocen bien los abogados y los picapleitos. En cambio, las costumbres, con su inmensa diversidad de nación a nación, de comarca a comarca y de pueblo a pueblo, regulan todos nuestros actos y constituyen toda nuestra vida. Y por esto los hombres necesitan librar su existencia entre rebeliones continuas y subterfugios de toda especie.

Mas, como para esquivar los efectos de la ley, para obrar conforme a la propia voluntad, es menester deshonrarse y ser injustos y egoístas, sobreponiendo a toda consideración el particular interés, resulta asimismo que la ley, engendrada por las mayorías, es la causa de todos nuestros males y la negación absoluta de la integridad personal y de la libertad humana, en beneficio de un gran número de imbéciles o de una minoría de tunantes.

Pues, si la vida sencilla y práctica de algunos pueblos, fuera unida a la realidad de una existencia civilizada y en contra de la ley, prueba que el procedimiento de las mayorías, a más de falso, es innecesario y perjudicial, ¿qué diremos a los incrédulos, a los fanáticos del número, a los adoradores del fetiche moderno?

Cerebros atrofiados, son incapaces de comprender la existencia social por su lado verdaderamente positivo y sólo aciertan a verla por su lado artificial. La preocupación política les ciega y es inútil todo esfuerzo por devolverles la vista. Aún dudamos que sean susceptibles de injerto en un mundo nuevo y capaces de adaptación a nuevos métodos de vida.

Ejercicio y práctica de la asociación basada en la libre experiencia

Y bien, se nos dirá: mostradnos cómo podrán arreglarse los grupos sociales sin apelar al sufragio, por que, entre las sociedades primitivas y la actual, hay, sin duda, una enorme diferencia, la esfera de acción de ésta, relativamente a las otras, es infinita. Los medios y los fines son concretos y determinados en aquéllas, variadísimos e indeterminados en ésta. Damos de barato que constituyáis asociaciones de producción, cambio y consumo, que cada cual pueda arreglarse como mejor le cuadre, que todos gocen de los mismos derechos y de los mismos medios de vida; ¿cómo procederéis prácticamente?

Pues, del mismo modo que se procede hoy en el comercio y en la industria. He aquí una sociedad mercantil; formulado el contrato de sociedad, los asociados no tienen nunca que apelar al sufragio. Cada cual tiene, bien determinadamente, una función que cumplir. El que administra lo hace según las reglas de la contabilidad. El que dirige, según las prescripciones técnicas que se le alcanzan. Jamás se les ocurre someter a votación la marcha regular de los negocios. Si alguna vez los asociados tratan de emprender nuevos trabajos, o ensanchar la esfera de sus negocios, es siempre a cambio de la conformidad de todos. Si esta conformidad no existe, la sociedad continuará limitándose a lo que previamente se había contratado. Esto ocurre todos los días. Pero si por acaso, lo que es muy excepcional, parte de los socios se empeña en seguir nuevos derroteros, entonces procédese inmediatamente a la disolución de la sociedad. Descartamos el caso rarísimo de que la divergencia acabe en pleito ruidoso, porque, no mediando el privilegio de la propiedad, no pueden producirse estos litigios de intereses, y toda otra diferencia personal siempre podrá ser arreglada por amigables componedores en una sociedad sin gobernantes y sin jueces privilegiados.

¿Es o no es real el caso que citamos? ¿Puede o no puede generalizarse?
Evidentemente sí es real y sí puede generalizarse.
Pues, apliquemos este método a las futuras asociaciones productoras, resolviendo, al aplicarlo, ejemplos prácticos que nos han sometido en ocasiones obreros a quienes nos unen lazos de amistad y compañerismo. Se trata, por ejemplo, de una asociación de mecánicos constituida para atender a las necesidades de tal o cual rama de la producción. Al asociarse, contarán, naturalmente, las condiciones del trabajo, fijarán la marcha regular de sus asuntos y determinarán bien las relaciones de reciprocidad a que cada uno se obligue. Si la conformidad no existe, la sociedad no llegará a constituirse. Lo mismo que hoy, cada grupo se formará con los elementos que se hallen de acuerdo. Podrá suceder entonces que en vez de una sociedad, haya veinte, en lo que no vemos mal alguno, tanto menos cuanto que, por ley de necesidad, esas diversas asociaciones tenderán a condensarse, a fundirse en una sola. La experiencia enseñará a todos el camino común, si realmente no hay más que uno.

En fin es indudable que, en lo futuro, podrán presentarse problemas de aplicación que no puedan resolverse por la experiencia. ¿Qué hacer entonces? Pues sencillamente acudir a la división de los grupos para que cada uno aplique su método especial; y, si el asunto fuera de tal índole que no mereciera que las asociaciones se subdividiesen o que hubiese necesidad de que todos los elementos permaneciesen unidos, surgiría naturalmente la conformidad en todos a guiarse, o por la opinión de los más inteligentes o por la de los más prácticos y - si falla ésta -, finalmente, por la del mayor número, porque en este caso, ciertamente excepcional, el hecho no tendría la importancia de un principio o ley de general y obligatoria aplicación, no tendría el carácter coercitivo que al presente tiene. Además, sería puramente transitorio y sin consecuencia alguna para el resto del cuerpo social, toda vez que no se saldría de las aplicaciones de orden privado y del círculo de la colectividad determinada que convencionalmente lo aplicase.

Llevemos el análisis a casos de mayor trascendencia.
¿Cómo se arreglarán los agricultores para el cultivo de la tierra? ¿Quién fijará la marcha de los trenes, organizará el servicio de comunicaciones y el de transportes? ¿Cómo se distribuirá el trabajo y quién designará el personal técnico y administrativo? ¿Y qué se hará en cuestiones de enseñanza, asistencia y seguridad?
Preguntas son éstas cuyas respuestas podríamos excusar, porque en realidad no se nos puede pedir que determinemos a priori todo el desenvolvimiento de la vida social en lo futuro.
¿Pero es que realmente hay dificultad en contestarlas después de establecido el principio general en que ha de fundarse lógicamente el organismo social?

En primer término, haremos observar que, así como no se someten a la ley del número las cuestiones de medicina, las de mecánica, las de arquitectura y tantas otras, así tampoco deben someterse a dicha ley las cuestiones agrícolas, económicas, cuantas, en fin, tienen relación con la
vida del hombre, sino, por el contrario, que tales asuntos, a semejanza de los primeramente citados, deben encomendarse a las personas instruidas en la materia, a las personas técnicas, con la condición general de someterse éstas a la crítica y al análisis de los que hayan de ejecutar sus consejos o prescripciones.
Así como aceptamos la opinión del médico, reservándonos siempre el derecho de rechazarla y adoptar la de otro en nuestro concepto más competente, así también en los demás asuntos podemos aceptar las opiniones de los inteligentes, reservándonos, empero, el derecho de sustituirlas por otras que puedan parecernos más acertadas.

En los asuntos de agricultura, por ejemplo, es el perito, el agrónomo, el llamado a determinar qué clase de cultivo es propio de cada tierra, qué labor es la más adecuada, cuáles abonos deben ser preferidos. Para esto necesariamente han de entrar en las asociaciones agrícolas los llamados a cumplir esa función técnica. ¿dónde irían, si no?

De modo semejante habrían de resolverse las cuestiones de enseñanza, seguridad y asistencia. Cada colectividad aplicaría uno o varios métodos y la experiencia se encargaría de eliminar los ineficaces o los perjudiciales. Si el profesorado no estuviese de acuerdo en una localidad, por ejemplo, cada uno o cada grupo trataría de aplicar sus procedimientos particulares, resultando de ello bien en vez de mal. Si la divergencia hubiera de someterse a las decisiones del número, que, por saber de todo, es incompetente en todo, entonces valdría la pena pasarse sin profesores, porque para nada serviría su ciencia ante la voluntad ciega de un puñado de hombres. Si los habitantes de una ciudad no estuviesen de acuerdo en materia de asistencia y seguridad contra accidentes imprevistos, ya tengan su origen en la naturaleza, ya en el hombre, tampoco habría por qué aplicar la ley del número, que daría en estos asuntos tan mal resultado como en los políticos. Cada asociación sería siempre libre, sola o de acuerdo con otras de proceder como mejor le pareciese. Otra vez la experiencia, y siempre la experiencia, probaría la eficacia de un sistema y la ineficacia del opuesto.

¿Y la distribución y retribución del trabajo?,
Se nos dirá. ¿De qué manera distribuye el trabajo actualmente una sociedad comercial o industrial como la citada al comienzo de este examen? ¿Cómo lo retribuye? Pues con arreglo a un contrato. Ni más ni menos. Esta es la vida del porvenir. Cada asociación productora contratará previamente todas estas cosas. Aplicaciones comunistas, colectivistas o mutualistas podrán tener justa traducción en la práctica. ¿No tendrán derecho para hacerlo los asociados? ¿No estarán en completa libertad para proceder como a todos les parezca mejor? La aplicación de la ley del número sería aquí de funestos resultados. Seguramente que en una fábrica de sombreros ni siquiera se discutiría quién habría de ocuparse de los trabajos de fula y quién de los de plancha. Pues, lo mismo ocurriría en los demás oficios, porque la vida práctica, la vida del trabajo, no es una metafísica fuera del alcance de los simples mortales, sino una cosa real en que cada uno es entendido. En la retribución habrá diferencias, pues que, en un lado, podrá tenerse en cuenta el esfuerzo personal y, en otros, no. Allí donde el esfuerzo personal se tuviere en cuenta, bastaría un simple pacto, siempre un contrato, para salvar todas las dificultades. En suma, todos nuestros asuntos se resolverían mediante sencillos convenios, y no será mucho que apliquemos al trabajo lo que se aplica en las mismas matemáticas. Entrad en los talleres, y los obreros os dirán si estos convenios son o no posibles.

Otro tanto ocurriría en el caso de que no se tuviera en cuenta el esfuerzo personal y sí las necesidades (comunismo). Siempre sería el convenio, el contrato mutuo, previamente determinado, la base de esta retribución del trabajo o distribución de los productos.
Todavía queda el escollo del personal técnico y administrativo.
Jamás se ha visto que una sociedad mercantil o industrial designe a su cajero por mayoría de votos, ni a su tenedor de libros, ni a sus auxiliares.

La ley del número es una ley sin aplicación fuera de las sociedades políticas o que, sin serlo, tratan de imitarlas. En cada colectividad, todo individuo tiene, por sus aptitudes y por su capacidad, previamente designada su función. Y, si hubiere en alguna más individuos aptos para una
función determinada que los necesarios, sería preciso que algunos se conformasen a desempeñar otra tarea cualquiera o que dejasen de pertenecer a la colectividad. Las necesidades de la producción regularían entonces, como siempre, la distribución del trabajo. Bajo pena de suicidio, los hombres se conformarían a ejecutar aquellas tareas más indispensables para la existencia general.
Todas las dificultades, que puedan amontonarse acerca del porvenir, se desvanecen como humo ante el desorden del presente... Los millares de obreros sin trabajo que agonizan en la miseria no se hallan en la holganza por preferencias ridículas a ésta o a la otra tarea. Si pudiesen responder al mandato de sus necesidades, trabajarían voluntariamente en cualquier oficio a trueque de vivir.

Contra la autoridad coercitiva y disgregante, el libre desarrollo de la inteligencia como influencia creadora y organizadora

Y bien, se dirá aún, batiéndose tras la última trinchera: ¿No será un amo cada uno de esos administradores? ¿No será un nuevo señor cada uno de esos directores técnicos? ¿No será cada una de estas asociaciones un nuevo poder enfrente de otros poderes? ¡Echáis abajo un mundo de autoridades y creáis otro nuevo!

Un administrador, o un director facultativo, son ni más ni menos que trabajadores en nuestra organización igualitaria. Faltos de privilegio de la propiedad, en vez de funciones de jefe, desempeñan funciones de cooperación, porque es el privilegio de la propiedad el que crea y fomenta la tiranía de las jefaturas, el despotismo del amo. Quitad la propiedad, y se hace imposible toda supremacía autoritaria. Quitad el gobierno, y, recíprocamente, desaparece todo privilegio de apropiación.

Otro tanto ocurre con las agrupaciones productoras. Careciendo de la propiedad exclusiva de las cosas, de autoridad y fuerza para imponerse, su vida se reduciría necesariamente a cooperar con las demás asociaciones al cumplimiento ordenado y regular de los fines a todos comunes. Así
como cada individuo necesita del trabajo de los demás para vivir, cada grupo necesita también de los otros para desenvolverse en condiciones regulares de la existencia. Ninguna asociación podrá vivir sólo de sus productos; tendrá necesidad, por el contrario, de una multitud de cosas que
han de suministrarle otras asociaciones. El libre acuerdo se les impondrá forzosamente para establecer esas relaciones de reciprocidad y cambio, sin las cuales la vida no es posible ni ahora ni nunca.

Echamos, pues, abajo un mundo de autoridades artificiales, creadas y mantenidas por la fuerza, y levantamos sobre sus ruinas el mundo de la libertad con todas sus naturales consecuencias entre las que, ¿por qué no decirlo?, se encuentra la influencia y la autoridad, libremente aceptada, de la sabiduría y de la virtud, ya que nosotros no tratamos de destruir lo que es indestructible en la Naturaleza, sino todo aquello que el hombre ha creado, atándose de pies y manos, en la falsa creencia de que, sin la supremacía de la fuerza o del número, la vida social no era posible.

Nosotros queremos destruir, no lo que es efecto propio de la vida de relación entre los hombres, sino cuanto éstos, en los comienzos y en el desenvolvimiento de la animalidad, han fomentado en guerra continua y sin tregua para afianzar los privilegios de la riqueza y la fuerza preponderante de todos los poderes, religioso, político, militar y jurídico. No creamos un mundo nuevo de nuevas autoridades, porque no concedemos al hombre de ciencia autoridad oficial, indiscutible; porque no instituimos un organismo de sabios, y mucho menos de santos, que nos gobierne. Aceptamos, sí, cuando bien nos parece las opiniones de los más capaces por su saber o por su experiencia, lo mismo que aspiramos a que, de igual modo, sean aceptadas las nuestras y procuramos llevar el conocimiento de la ciencia a todos los hombres, incluyéndolos integralmente, para hacer aún más imposible todo vestigio de servidumbre personal. Trabajamos, en fin, por la completa emancipación del cuerpo y de la inteligencia, o, como diría un creyente, por la radical emancipación de la materia y del espíritu. Pero, así como no podemos escapar a las leyes físicas que nos gobiernan, siquiera consista el verdadero progreso humano en emanciparse de toda ley aun en el orden mismo de la
Naturaleza, así tampoco podemos desentendernos brutalmente del consejo de la ciencia o del sabio. aún cuando pongamos nuestro empeño en emanciparnos por el conocimiento de aquélla, de toda influencia de éste.

Nuestro ultramaterialismo nos lleva a considerar al hombre sujeto a las leyes físicas, pero en pugna siempre que le perjudiquen, por romper estas mismas ligaduras y tratando constantemente de redimirse, por la rebelión y por la sabiduría, de la brutalidad de toda fuerza que sobre él actúe.
¿Cómo, pues, hemos de admitir la autoridad infalible e indiscutible de ningún hombre? Su consejo es para nosotros simple materia de cambio, como lo es hoy mismo para los hombres cultos, para cuantos han abandonado la fe en todas las infalibilidades.

 


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